
Mueren en medio de terribles dolores en sus casas, intentando llegar al centro de salud, o en un hospital al que llegaron demasiado tarde, o donde no recibieron a tiempo el tratamiento que necesitaban.
Estas muertes son reflejo del ciclo de abusos contra los derechos humanos que define y perpetúa la pobreza: privaciones, exclusión, inseguridad y falta de voz. Las mujeres mueren debido a la pobreza, la injusticia y la ausencia de poder en sus relaciones de pareja, en sus familias y en sus comunidades.
Más de un millón de niños y niñas quedan huérfanos de madre cada año. Cuando una mujer muere, su familia se empobrece aún más.
El coste de los servicios de salud y del transporte, o el mal estado de las carreteras, a menudo impiden a las mujeres y niñas pobres obtener la asistencia que requieren, especialmente en zonas rurales.
Los Estados deben garantizar que ninguna mujer fallece por no poder pagar la atención médica. La discriminación y la falta de atención por parte de los Gobiernos e instituciones constituyen una violación a gran escala del derecho de las mujeres a la vida y a la salud. Esta discriminación se reproduce en el ámbito familiar. Muchas mujeres y niñas son obligadas a contraer matrimonios en los que son tratadas como criadas y prisioneras en sus hogares.
Por otra parte, doscientos millones de mujeres no tienen acceso a métodos anticonceptivos o a información para controlar su fertilidad. Se les niega el control de su propio cuerpo. Una de cada tres muertes podría evitarse si las mujeres pudieran decidir si quieren tener hijos y cuándo tenerlos.
Mientras los Estados permanecen indiferentes, cada minuto sigue muriendo una mujer. Muertes innecesarias, inaceptables... y perfectamente evitables.
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